Por: Antonio Pérez Carmona
A Luis Javier Hernández
La escueta explicación de los escorpiones, pulcramente trajeados, era que se había ahorcado con una cuerda de nylon. Otra versión decía que con una persiana.
¿De dónde sacó el cordel fibroso para el estrangulamiento, más aún cuando el sitio de suplicios físicos era muy reducido y los perros de presa vigilaban al cautivo en todo momento? – se preguntaba la gente.
En aquella celda estrecha, hermética, no se hallaba una hojilla para cortarse las venas, menos un hilo de cáñamo o una cerda, para la muerte de cuajo. Por eso nadie se tragaba la torpe declaración, la cual, naturalmente, no generó el estupor, preconcebido, como impacto noticioso, ya que de antemano se sabía que se armaba la forma de justificar el crimen, y para ello se utilizaba la pretendida verosimilitud del suicidio.
El cuerpo colgado con la lengua afuera, los ojos vidriosos, el cabello mecido por el viento caliente del ventilador y todo ese conjunto impactivo, desagradable, que presentan las imágenes surgidas de los fogonazos del magnesio, no formaban parte, como evidencias, de la tétrica atmósfera.
El forense, acostumbrado a su rutina macabra, avaladora de suicidios (“suicidados”) certificó como siempre, “defunción por asfixia”.
El rígido “ahorcado” inventado, parecía condenarlo al infierno con la mirada pastosa, vítrea, por su asquerosidad y cobardía.
Días atrás, el comandante, altivo y rozagante, sin la menor señal del estrago montañés, había caído en las garras del enemigo, al ser delatado cuando participaba en un congreso de altos jefes revolucionarios.
Entonces se le condujo a un llamado palacio sin blancor, donde se le sometió – día y noche- a feroces torturas para que “cantara”, señalando a los financistas de las guerrillas, los precisos lugares de los campamentos y el número de componentes de los destacamentos.
De su boca reventada, destrozada por la andanada de puñetazos, guarnecidos por manoplas, no salía ninguna frase de confesión, sino las palabras: Coños de madre.
Aquel rostro alegre, rosáceo, ahora intensamente pálido y violeta, como picado por los pájaros, con rosetas acusadoras del salvajismo, no fue visto por los familiares ni por los fiscales del Ministerio Público.
Cuando se comunicó el pretendido suicidio la urna estaba ya remachada, y el trayecto al cementerio y posteriormente al sepulcro, contó con la asistencia de pocos deudos, pero sí de un contingente de espías, que como moscardones rondaban para detener a los subversivos.
El periódico donde “el ahorcado”, antes de “ahorcarse” o ser ahorcado, prestaba sus servicios, descollando como el mejor reportero político, publicó una sencilla nota, un recordatorio insignificante que revelaba el temor, la sensación escalofriante, al no resaltar la recia personalidad del agudo y valiente periodista que en la anterior dictadura acompañaba al tirano en sus giras, siendo a la vez, en la clandestinidad, el presidente de la Junta Patriótica, organización que generaba la subversión popular y militar para derribarlo, como luego acontecería.
Ahora se había desatado el miedo, escalofriante, con púas y espinas, como producto de los asesinatos, torturas, presos y confinados en la Isla del Burro.
En las calles y barriadas se disparaba primero y jamás se averiguaba el porqué. La imagen rediviva de José Tadeo Monagas allanando en Congreso Nacional aparecía en el Presidente de cara de búho con anteojos, orlado de sembrar la democracia… pero mediante la sangre de la juventud gloriosa.
Luego vino otro primer magistrado nacional, larguirucho y media lengua, de rostro santurrón, sin control ni personalidad para detener los crímenes del aparato represivo.
Desde la profundidad marina y para denunciar ante el mundo el horror y la bestialidad de los asesinos “democráticos”, ascendió a la superficie de las aguas, junto a un hermoso balneario, el cadáver hinchado, amarrado con cadenas, de un dirigente que gustaba de los versos de Nazim Hizmet, y quien desde la clandestinidad luchaba contra el cruel régimen.
La figura de “El Catire” se iba disolviendo lentamente, tal las espumas que florecen y desaparecen en el mar, como las madejas de nubecitas que se pierden en el viento del verano. En el matutino que tanto amó ya no estaban sus fotografías, pues las habían desterrado, aun cuando no ofrecían peligro, por ser ya difunto.
Triste destino de aquel festivo mozo, aureolado como un héroe tras la victoria de las albas gloriosas.
El recuerdo del Aquiles que trabajó como un topo en las galerías subversivas se diluía, porque pocos eran los que conservaban su imagen ambigua, acompañado, tal reportero predilecto, al déspota, pero quien una vez concluido el repugnante oficio, cambiaba su elegante traje y corbata carmesí por las ropas del obrero, el sombrero de cogollo y la camisa desleída, raída, participando en asambleas en cementerios, las cuales traían en lomos del tiempo, las desgarrantes historias de los perseguidos cristianos en los refugios de las catacumbas.
En el vasto territorio de exuberantes bosques, breñas, desfiladeros, ríos, galerías de árboles y cuevas, donde se escuchaba el bramar del viento, “El Catire” estableció su campamento, tornándolo luego portátil, frente a los ametrallamientos de la aviación.
Conocía como la palma de su mano las intrincadas y copiosas montañas de su tierra natal, pues desde adolescente estaba ligado a ese paisaje y al río, éste último cuya leyenda decía que caminaba como el Diablo, hacia atrás, empujado por el azogue.
Allí, en ese universo vegetal, se había embriagado de las múltiples maravillas que deparaban las flores silvestres y las fascinantes aves, pero ahora saltaba por sobre los troncos, abriéndose paso entre la tupidación para sorprender al enemigo.
Aquí, la neblina y el umbroso bosque se estremecían por las cargas de la metralla y el estrépito del FAL.
En una de las incursiones en el área de las tropas oficiales “El Catire” descubrió en un prado, al pie de una colina, el cuerpo de un joven campesino, destrozado, agujereado como una zaranda por el plomo, bañado de sangre, rondado por los zamuros y las moscas, que lo vestían de luto. Era el muchacho sordomudo Adelino, quien pasteaba una vaca, y al, naturalmente, no defenderse ni alzarle los brazos a los soldados y oficiales, recibió la torrencial lluvia de las metralletas. “El Catire” derramó sus lágrimas ante acto tan horrible y cruel.
En el sitio Los Volcanes tuvo un encuentro con una patrulla, resultando el enemigo con tres bajas. Los cadáveres de los militares fueron bajados en parihuelas por los campesinos. Y los sabuesos, que estaban cerca de un puente sobre el río Burate, a lejana distancia del sitio del combate, se ciñeron encarnizadamente con los baqueanos que conducían los muertos, golpeándolos y haciéndolos prisioneros.
“El Catire” evadía todos los cercos, se reunía con los labriegos y bailaba con las muchachas aldeanas. Se disfrazaba y sostenía asambleas con los colaboradores de su frente en el corazón de la ciudad jardín.
En la gran metrópoli, el otro Presidente que tartamudeaba y que hacía dos años había sucedido al cara de búho con anteojos, se pavoneaba como bondadoso demócrata, mientras que los cuerpos represivos torturaban y asesinaban.
“El Catire” salió en los primeros días de junio de sus montañas adornadas de jumangues en flor, siendo saludado en su partida por los pájaros también migratorios. Iba a una cita con los altos jefes guerrilleros en un abandonado balneario junto a los violentos oleajes musicales del mar Caribe. Y en el silencio, únicamente roto por la furia de las aguas besando los acantilados y regando los copos blancos de las espumas, aconteció la cobarde delación.
“El Catire” fue recluido en un cuarto de torturas, donde se le desfiguró el hermoso rostro. Luego se construyó y confeccionó “el ahorcado” de la democracia del gago Presidente, transformándose en símbolo para el deslave de la ruindad.
El espectro sonriente de “El Catire” guerrillero, apartando la neblina en las noches de luna, se ha convertido en leyenda de las montañas de su tierra boconesa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario